• 04/05/2024 04:00

Múltiples Existencias: Exordio ((por Silvia Barberini)

A Beatriz le bastó ver su rostro para saber que no era sólo un amigo lo que tenían en común. Se miraron y en esa intimidad apenas manifiesta, se acortó la distancia.

Minutos después hablaron:

– Algo tiene ¿no?, dijo ella. El, traje azul, grande, tan grande que acentúa burlonamente el físico delgado y el peinado a la gomina desprolija. Seguramente no sería la primera vez que la visitaba en el jardín de las flores amarillas.

Caña fistola le dicen, recordó ella, al árbol que para diciembre viste los jardines en lluvia de oro.

La casa mostraba el olvido, los años de descuido forzoso, la falta de dinero, de manos, de toma de decisiones, un contraste inesperado ante la lujuria inquieta del jardín.

Filtraba una lámpara encendida detrás de las ventanas delatando el anochecer, o marcando la presencia de una madre, tal vez la madre de esa Beatriz resuelta a dejar que sea la hija quien asuma la elección que la saque del derrumbe en el que ella misma se había sumergido con la casa. La madre, quien tal vez estuviese ya urdida con las raíces y donde no quería que caiga la muchacha, que en ese momento, sentada junto a Vicente, en el jardín, se mostraba tan fuera de todo arraigo.

Tal vez Vicente llegaría todas las tardes con dos golpes de campanilla, exacto, a las siete, y la excusa de llevarse algo de esa armonía ficticia, mientras se daba a contemplar y hasta a desvestir a Beatriz sin tocarle una sola prenda, sin un sólo movimiento a la vista, cuando ella, después del té que compartirían rigurosamente, pintase pequeñas piezas en madera, o pedrería, artesanías de dama, regalándole al hombre su transparencia.

¿Cuántas primaveras podría transmitir, entre veranos e inviernos, ese encuentro? ¿Cuántas caricias calmando ansiedades? Se preguntaba ella.

Y la madre observando cada detalle, entregando su propio rescate, oculta de todo mundo y presente, sin saber de la hija.

– Se los ve fuera de ese jardín ¿no? – Comentó, en voz alta, el hombre que estaba parado a su lado.

Ella volvió a mirarlo directo a lo que llamamos alma y él no se movió, lo hubiese tocado, pero a la antigua, hay que seguir esperando, pensó.

Beatriz veía a Vicente con los ojos cerrados en el césped, el mechón desprolijo sobre la frente, agobiado por el calor que le cerraba la garganta, esperando el sonido del agua que se preparaba a caer, buscando incorporarse, queriendo tomar de esa mujer, he imaginaba al muchacho luchando por dominar sus ganas, sofocado bajo las ramas cargadas de flores de la caña fístola y a la chica inmóvil, mareada, dejándose llevar, simulando inocencia, de ganas.

– Se los ve viviendo el instante ¿previo? – sugirió ella.

– Vicente.- Se presentó, él.

– Beatriz.

Y se dieron un beso. ¿De por qué nos dimos un beso? La primera vez que se vieron en el Centro Cultural, una tarde de octubre, cuando este amigo en común, que no recuerdo su nombre, de alado que resulta, presentaba sus trabajos sobre tela.