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¿Sabías la historia de la balalaika en la Colectividad Rusa?

Oct 10, 2021 #Colectividad Rusa

El Museo de la Colectividad Rusa del Parque de las Naciones guarda un testimonio vivo que habla de la emoción que puede provocar el arte aun en las circunstancias mas extremas que puede padecer la humanidad, como la guerra misma.

La balalaika es un instrumento de cuerdas ruso que se encuentra entre los más populares de esa cultura y que se vincula profundamente con el folklore de ese país, teniendo registros de su existencia desde el año 1700 e incluso antes también. Tiene una característica forma triangular con un mástil extenso que contiene tres cuerdas metálicas.

Esta balalaika que se exhibe en la Casa Rusa es poseedora de una historia digna de la trama de un libro o de un largometraje.

Pasado el infierno que representó la Segunda Guerra Mundial y situados en el crudo invierno europeo de los años 1945/46, las tropas aliadas que habían triunfado en la contienda, patrullaban los pueblos y aldeas alemanes con la intención de sofocar cualquier intento de resistencia armada o ideológica. Las tropas rusas fueron destinadas al control de una región de la Alemania oriental y dentro de la ocupación llevaban adelante rigurosos patrullajes casa por casa, en los que muchas veces se cometían abusos y tropelías por parte de los uniformados.

En una de esas casas alemanas, en una fría noche de invierno, una familia compuesta por una mamá y sus cinco hijos, solía reunirse en su living a disfrutar de la música y a cantar, manteniendo la unidad y la esperanza de que regrese a casa ese padre que había sido tomado prisionero como soldado alemán, en el frente ruso y figuraba como desaparecido. Eran años duros y tristes en los cuales la música jugaba un papel muy importante en la intimidad del hogar.

Dentro de esas reuniones musicales familiares, en un anochecer frío, estaban ejecutando canciones rusas alrededor del piano que tocaba la madre y lo hacían con gran amor, sin entender bien los textos y con una pronunciación bastante precaria, más allá de que luego de la ocupación se hizo obligatoria la enseñanza del idioma ruso en las escuelas alemanas.

De repente, unos fuertes golpes a la puerta generaron un silencio de miedo dentro de la casa, deteniendo toda pieza musical y despertando un terror atroz en la familia. Sin duda alguna sería la patrulla nocturna de la ocupación, la guerra había terminado pero los bandos aún estaban claramente diferenciados. A pesar del temor paralizante, había que abrir la puerta y así lo hizo esa madre, encontrando a tres soldados rusos en su pórtico de entrada. Su mente rápidamente se disparó preguntándose si habría estado ejecutando alguna canción rusa prohibida o algo que fuera ofensivo para las tropas de la ocupación, pero se encontraron de frente con rostros cansados y ojos brillantes de emoción que hasta dejaban ver alguna lagrima escurridiza también.

El que parecía ser el responsable de la patrulla cortó el silencio transmitiendo tranquilidad a la familia asustada, diciéndoles que solo pasaban junto a la vivienda y escucharon canciones de su patria lejana sin poder contener los deseos de escuchar más y de cantar junto a ellos. Pidieron permiso para ingresar a la casa y fueron explícitos en su pedido, querían cantar con la familia esas canciones de su ansiado país y solicitaron de buena manera.

Fueron recibidos e ingresaron a la casa dejando sus armas en el zaguán para entrar a esa especie de conservatorio familiar donde se tocaba música rusa con tinte alemán. La magia inexplicable de la música, unió esas almas en el canto, en la emoción y en las lágrimas. Los soldados en ocasiones hacían algunas correcciones acerca de la pronunciación y les explicaban gentilmente el sentido y la historia de algunas de las melodías que juntos ejecutaban.

Pasado ese recreo mágico en la incertidumbre de una fría noche de posguerra, la ronda debía continuar y los soldados, quienes también obedecían ordenes, debían seguir con su trajín. Dos cosas solicitaron antes de irse: que nadie sepa que estuvieron cantando todos juntos y que les permitan volver a la noche siguiente.

Así fue y regresaron al final del otro día y volvió a sonar la orquesta familiar de alemanes con soldados rusos de invitados, cantando a viva voz y conversando en un idioma que se abría paso entre personas que nada tenían que ver con las decisiones políticas de sus gobernantes y solo deseaban disfrutar del amor al arte de la música. Pasada esa velada, se despidieron volviendo a pedir la mayor discreción ante su visita y todo terminó, no se volvieron a ver nunca más porque esa unidad militar fue trasladada a otra región a cumplir sus funciones, pero esas pocas horas compartidas dejarían huellas imborrables en cada uno de sus protagonistas.

Meses más tarde y dentro del mismo contexto de ocupación y vigilancia, un hombre golpeó a la puerta de la misma casa con gran sigilo y precaución, temiendo quizás ser tomado por espía o de ser acusado de llevar adelante algún tipo de confraternización con el pueblo alemán. Esta persona, de origen ruso, les entregó un paquete y se retiró sin decir una sola palabra ante la sorpresa de la familia, puesto que en ese contexto no se esperaba recibir absolutamente nada y menos de manera personal. Tremenda fue la sorpresa cuando abrieron la caja y apareció ante ellos una hermosa Balalaika con un pequeño trozo de papel sencillo que decía “Saludos de Nicolajev”, sin mencionar mayores datos, no había dirección ni apellidos. En ese momento el niño que cantaba con pasión esas canciones rusas, recordó que uno de los integrantes de la patrulla se llamaba Nicolajev y que, a él, le había confiado que le encantaría tener una Balalaika para acompañar esas melodías que había aprendido en la escuela.

Su deseo se había cumplido y unos pocos años después su felicidad fue total al ver a su padre regresar a casa, luego de la temible odisea que vivió, ostentando el triste título de ser veterano de las dos guerras mundiales.

Ese soldado cansado del horror inexplicable de tantas batallas le dijo a su familia que no quería vivir otra guerra, que no podría soportarla y les propuso radicarse en la República Argentina, donde tenía algunos conocidos.

Así llegó la balalaika a estas pampas, en una valija que traía sueños de trabajo, de nuevos amaneceres, de esperanzas y muchos deseos de vivir en paz. Estuvo dormida, como descansando por años hasta que ese niño alemán llamado THILO VON SPANGENVERG siendo un adulto mayor, residente en la localidad de Mercedes, Corrientes, en el contexto de la Fiesta Nacional de los Inmigrantes y por recomendación de unos amigos, escuchó a su corazón que le indicó que ese era el lugar definitivo para el reposo y la admiración de su instrumento, en un entorno cultural afín a los orígenes de su creación. Hizo la donación mediante la familia Kategora hace unos años atrás con el objetivo de que sea exhibida en la colectividad y también de que su amada Balalaika vuelva a formar parte de sus orígenes al vincularse con los representantes de la cultura rusa.

De esa manera un instrumento ruso, de la mano de un niño alemán, atravesó el océano y conquistó una vitrina en el Museo de la Colectividad Rusa del Parque de las Naciones, demostrando con su belleza que las decisiones de los gobiernos no necesariamente se emparentan con las afinidades de los pueblos, ya que muchas veces se desatan guerras en los escritorios del campo político mientras las personas comparten sus emociones y expresiones, más allá del lugar en que hayan nacido.

Este instrumento es testigo y testimonio del poder del arte, que es capaz de tejer las uniones menos pensadas en los contextos más increíbles y está allí, expuesto mansamente a la vista de todos con su belleza infinita.